02/08/2023

La miel de oro que salva vidas

En el Guainía, uno de los lugares más biodiversos del planeta, una química, un zootecnista y un biólogo lograron que los indígenas dejaran atrás los cultivos de coca y se enamoraran de las abejas sin aguijón. La miel que producen muestra que es posible polinizar el mundo y luchar contra las consecuencias del cambio climático.

Todos escondemos en nuestra historia un momento que hubiéramos preferido no haber vivido. Y el de Fabio Pérez, quien a sus 39 años dirige la producción de una de las mieles más excepcionales del mundo porque la fabrican abejas diminutas —miden entre dos y ocho milímetros— y vulnerables —no tienen aguijón que las proteja—, ocurrió en Venezuela, al otro lado de la frontera con Colombia, donde la luz suele tener el reflejo de mil diamantes.

Antes de confesar su mayor falla, Fabio, un hombre de huesos duros con una de esas sonrisas que tranquilizan eternamente, observa lo que nos rodea en la comunidad indígena de La Ceiba, ubicada cerca a Puerto Inírida, la capital de Guainía, a una hora en avión desde Bogotá, a un poco más de 45 minutos en lancha por el río Inírida.

Bajo la sombra de tilos y magnolias dormitan 195 cajas de madera de 25x25 centímetros pintadas en verde y azul. Se intuye un tesoro adentro, en este lugar de la Amazonía que hace pocos años estaba forrado de coca, ese arbusto que ha convertido a Colombia en el primer productor mundial de cocaína. Fabio retira con delicadeza la tapa de una caja racional, como él las llama, un nombre poco poético una vez se entiende lo que ocurre dentro: miles de abejas hacen lo que tienen que hacer desde que aparecieron en el Cretáceo Inferior, hace 145 millones de años, cuando se separaron los continentes y se formaron las primeras aves: colectan el néctar de las flores, lo transforman y lo almacenan para producir una miel líquida, dorada, olorosa a frutas, entre impecables construcciones geométricas estructuradas por hexágonos. Y polinizan.

Dependemos de ellas para vivir… digo y rompo ese respeto de cristal que surge entre ellas y nosotros los que las fumigamos con pesticidas, las quemamos, las sacamos de los nidos de los árboles cuando deforestamos masivamente para reemplazar selva por ganadería o agricultura extensiva”

Fabio responde sin términos medios.

“Son el ser vivo más importante del planeta. La agricultura del mundo depende en un 70% de las 20.000 especies de abejas que existen. Sin la polinización no podrían reproducirse las plantas de las que se alimentan millones de animales. Sin abejas, la fauna pronto desaparecería”.

¿Cómo sabe lo que sabe? Es indígena del Guainía, uno de los lugares con mayor índice de pobreza de Colombia: 46,5% frente al 12,2% en todo el país, según los datos publicados en 2022 por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane). Aquí, en el quinto departamento más extenso de Colombia —casi dos veces Suiza— y el de menor densidad poblacional —53.000 habitantes, 70% indígenas— las personas escasamente llegan a quinto de primaria. Viven de la pesca, de una que otra venta de artesanía, de la minería ilegal, de la coca.

Pero en 2007 desembarcaron en La Ceiba Alexandra Torres, profesora de química de la Universidad de Pamplona (Norte de Santander); su marido, el zootecnista alemán Wolfgang Hoffman, especialista en abejas, y el biólogo Fernando Carrillo, director de la Fundación Aroma Verde, una agencia especializada en turismo de naturaleza. Llevaban bajo el brazo un proyecto que buscaba generar desarrollo sostenible, lo que en términos prácticos significaba enseñarles a los indígenas cómo vivir en la naturaleza con un producto legal: las abejas. Sería rentable: venderían lo producido a los turistas que llegaran a visitarlos, y útil para el mundo: 50 cajas racionales o unidad productiva, como la llaman, polinizan 1.256 hectáreas de bosque.

Gracias a la empresa suiza Ricola, que se interesó por esta forma de cambiar conciencias y financió el proyecto con 40 mil dólares, durante cuatro años estos tres científicos les mostraron a los habitantes de La Ceiba cómo se extraían las colmenas de los troncos, se instalaban en pequeñas cajas de madera y se multiplicaban. El resultado fue mágico: poco a poco las abejas polinizaron —se calcula que una abeja poliniza 2.000 metros lineales de bosque— y aparecieron por toda La Ceiba árboles de mangos, de açai, de arazá. La miel empezó a extraerse con pequeñas jeringas que llenaban frascos de 130 mililitros, la cantidad exacta para transportar en los aviones. Los turistas quedaron tan impactados con la Ruta de la Miel, como la bautizaron, que el producto se vendió en un abrir y cerrar de ojos.

“Es un proyecto que genera oportunidades, sostenibilidad”, explica Fernando, para quien la conservación de la naturaleza se convirtió en su razón de vivir desde hace poco más de una década, cuando llegó al Guainía con su esposa y sus dos hijos, convencido de que “ser un tornillo fuera del sistema”, como él llama a esa decisión de seguir la voz del corazón, era lo que valía la pena. “El turismo ha sido el vehículo para que un proyecto como el de las abejas funcione”, agrega. En efecto, cada vez que un turista viaja con Aroma Verde, seis dólares del total que paga se va en mantener el proyecto de las abejas.

Por eso Fabio ya no se preocupa por cultivar coca. Trabaja con siete especies de abejas sin aguijón, de las 120 que existen en Colombia. Conscientes de su enorme fragilidad por la deforestación salvaje de la Amazonía —según estudios recientes, las abejas meliponas han desaparecido en todo el mundo hasta en un 30%—, los indígenas organizaron la Asociación de meliponicultores de Guainía, Asomegua, dirigida por Fabio e integrada por 34 familias que producen más de 1.153 frascos de miel al año. Les ha ido tan bien que exportaron conocimiento a otras comunidades como la de Morroco, no muy lejos de La Ceiba, donde ya hay 47 cajas racionales.

“Las abejas me salvaron”, reflexiona Fabio. “Era un indígena que supuestamente conocía la naturaleza, la protegía. Qué poca coherencia la mía. Me curaron el alma. Mi mayor falla ha sido destrozar el medioambiente”.

Lo hizo en el parque nacional Yarama, Venezuela, donde trabajó como minero en 2004. Le decían que para producir suficiente oro para hacer un solo anillo era necesario desechar 20 toneladas de roca y tierra. “Así que arrasé con hectáreas de bosque prístino”.

Si el verbo arrasar pudiera conjugarse en imágenes, significa ver secarse un caño de aguas frescas y cristalinas donde antes Fabio se bañaba y pescaba bocachicos. Significa entender cómo un bosque tupido puede volverse arena blanca que se cuela entre los dedos. Significa, sobre todo, sentir que los animales tienen emociones cuando se tumba un árbol, salen disparados cuatro huevos blancos y verdes con tucanes diminutos que fallecen al instante, y sus padres vuelan despavoridos sin entender por qué los humanos hacen lo que hacen. “No puedo creer que yo haya sido eso”, se lamenta.

¿Cómo unas abejas derrotaron la codicia y transformaron seres humanos?

Después de Brasil, Colombia es el segundo país más biodiverso del mundo. Y Guainía, que en lengua yuri significa “territorio de muchas aguas”, es una joya. Frente a La Ceiba, por ejemplo, está una de las mayores concentraciones de agua dulce del planeta. Ahí confluyen los ríos Inírida, Guaviare y Atabapo, y forman la Estrella Fluvial de Oriente, un nicho biológico tan exuberante que en 2014 fue considerado por la Unesco como un humedal de importancia internacional especialmente como hábitat de aves acuáticas.

“El Atabapo es especialmente delicioso”, escribió el científico y explorador alemán Alexander Von Humbolt, quien en 1800 vino hasta aquí para ver cómo estos tres ríos desembocaban en el Orinoco, el tercero más caudaloso después del Amazonas y el Congo.

Humboldt —biografiado por la historiadora Andrea Wulf en su libro La invención de la naturaleza— bautizó esta esquina como la octava maravilla del mundo, en donde los arcoíris “bailan en un juego del escondite”, las hojas “se despliegan para saludar al sol naciente” y las flores “dan vueltas dentro y fuera de la luz parpadeante”.

Lo es. Guainía hace parte del Escudo Guayanés, una de las formaciones geológicas más antiguas del planeta. De forma irregular, esta estructura sufrió tal levantamiento que dio origen a cerros y mesetas elevadas y de pendientes verticales, conocidas como tepuyes. “Es un espectáculo no apto para cardíacos”, diría Andrés Hurtado, reconocido fotógrafo de naturaleza, al describir los tres cerros —Mavecuri, Mono y Pajarito— que se elevan en uno de los recodos del río Inírida y quedaron inmortalizados en El abrazo de la serpiente, la primera película colombiana en ser nominada a los premios Oscar, en 2015.

Desde esas imágenes el turismo se cuadruplicó: de 400 visitantes que Aroma Verde recibió en 2019, pasó a 1.800 en 2022. “Aquí me doy cuenta de lo diminuto que soy en el universo. Me siento humilde, agradecido”, nos diría un turista de 28 años que se gana la vida como disk jockey. “Se me había olvidado lo que era tener tiempo para observar el atardecer en silencio”, agregaría otra. Es un mundo tan antiguo, tan poco intervenido, tan inocente —en las montañas de granito retoñan flores blancas que huelen a sagrado, el murmullo de los ríos apacigua almas atormentadas— que es en Guainía donde se siente que sí es posible convivir sin rabia, en paz. Y las abejas están poniendo su cuota de enseñanza.

Enseñan, por ejemplo, a que todo funcionaría mejor si se trabajara en conjunto. “Cada una de ellas está dispuesta a desempeñar el papel que se les asignó dentro de la colmena. Su sociedad es como un reloj: lleva un ritmo preciso para poder alcanzar los objetivos”, explicaría el biólogo Rodulfo Ospina, a la cabeza de una colección única en el mundo: el laboratorio de abejas de la Universidad Nacional, donde están archivadas y catalogadas 40.000 ejemplares de abejas.

La colmena, sin embargo, tiene una debilidad: sus propios habitantes. Por naturaleza, está hecha de cera que soporta hasta los 37ºC. Ante la amenaza de que se derrita, las abejas obreras se empapan de agua y mantienen fresca la cera. “Son las mismas abejas quienes trabajan por mantenerla viva”, agrega Ospina.

La lección de todo esto es simple: uno existe para los demás. No al revés.

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